Caracas
a través de sus planos
Introducción
Federico Vegas
Hace unos treinta años escuché a mi padre decir: «Caracas es una ciudad atacada por sus habitantes y defendida por su topografía». Esta frase acompaña siempre mis recorridos; puedo sentir a las colinas, valles, árboles y quebradas luchando por no desdibujarse y, más de una vez, venciendo. Concibo al Ávila como un fuerte hermano mayor, una reserva infinita de belleza, un baluarte que nos defiende y anima desde el norte con el refuerzo de una cinta de montañas menores al sur.
Nuestra geografía es la de una ciudad cóncava, donde las pasiones se quedan rebotando con ondas imprevisibles y ángulos sorpresivos. He visto surgir chismes recónditos, secretos de rara geometría que fluyen junto a dramas colectivos y dibujan una red sentimental superpuesta a la urbana. Si no percibimos estas relaciones entre los sentimientos de la ciudad y su expresión física, nada en Caracas se entiende.
La historia de Caracas tiene uno de sus múltiples comienzos a finales del siglo XVI, cuando una trama perfecta, idealizada, fue implantada sobre una geografía inmensa y desconocida. Nos referimos a una región por conquistar, a un país que aún no tenía fronteras y a un continente del que entonces los libros y los mapas desconocían la forma, la constitución y el temperamento.
Nuestra primera semilla de cuadras y plazas, colocada al centro y al norte de lo que sería Venezuela, es uno de los miles de ejemplos del llamado «damero hispanoamericano», basado en una receta antigua y universal que ya existía siglos antes del encuentro entre Europa y América a finales del siglo XV. La fórmula de la retícula la utilizó Grecia al fundar colonias y Roma al concebir un imperio.
A partir de ese primer esquema de nuestro damero fundacional, una trama ordenada y dominante fue dando paso a una serie de redes con planteamientos cada vez más descoordinados y fragmentarios. Podemos hablar del paso gradual, luego frenético, de un único concepto de urbanismo a la superposición de urbanizaciones y otras espontáneas ocupaciones del espacio. Una trama perfecta se transformó en una red ilegible.
Antes de la ciudad
¿Qué ofrecía el valle caraqueño cuando llegaron los conquistadores españoles?
Cuando nos preguntan a los caraqueños qué pensamos de Caracas, solemos decir: «Adoro su aire, su luz, su Ávila». En ese momento estamos exaltando cualidades que preceden a Diego de Lozada y al primer damero. Quizás sin darnos cuenta, estamos asumiendo que en esta ciudad el paisaje y la geografía es nuestro principal patrimonio y constituye la primera y la última de nuestras referencias.
El arquitecto Tomás Sanabria solía describir una serie de condiciones ideales que sería imposible cambiar: la altitud de 900 metros sobre el mar Caribe y, al mismo tiempo, la cercanía a la costa; una gran concavidad bien orientada al paso de los purificantes vientos del este; la temperatura de una tierra ávida de grandes árboles y cultivos; la topografía que, junto con las quebradas y el río, conforman un sistema autolimpiante.
Poco sabemos sobre cómo interpretaron las tribus caribes estas voces y vientos, cómo aprovecharon los cursos de agua y las elevaciones, cuáles eran sus senderos y caminos, cuáles tramas iban imponiendo la razón y la costumbre sobre las orgánicas redes de la naturaleza.
Sí sabemos que había una organización y que uno de sus centros estaba en las montañas hacia el suroeste del valle, en la zona de Los Teques. Allí estaba el cacique Guaicaipuro, una figura capaz de formar una coalición con las tribus de la región central del país. Sus aliados y parientes dieron nombre a diferentes zonas del territorio tema de esta guía, como Baruta, Chacao, Naiguatá. Pareciera que esos héroes pasaron a la historia solo en el momento en que se enfrentaron y fueron exterminados por fuerzas que traían una cultura distinta. No hubo más intercambio que el dictado por la necesidad, el azar y la guerra.
Desde el principio, la visión del Caribe en Europa ha estado envuelta en contradicciones. Colón exclama en su primer viaje que «Otra cosa más hermosa no he visto», pero ya en las crónicas del segundo viaje cuenta que los salvajes que habitan ese paraíso «dicen que la carne de hombre es tan buena que no hay tal cosa en el mundo y bien parece, porque los huesos que en estas casas hallamos, todo lo que se puede roer lo tienen roído». Esta imagen del indígena abría el camino tanto para las más diversas fantasías como para su exterminio.
En el proceso de la fundación de Caracas podemos asomarnos a tres facetas del conquistador y colonizador español.
La primera fundación en la región la realiza en 1560 el mestizo Francisco Fajardo, quien partiendo de un primer asentamiento en la costa asciende la montaña, entra en los valles y funda el hato ganadero de San Francisco.
Esta breve descripción asoma datos importantes. En primer lugar, Fajardo es «mestizo», fruto de la mezcla más penetrante que puede darse entre dos culturas: es hijo de un español y una india. En segundo lugar, viene desde Margarita, su isla natal, y tiene la ventaja de dominar la lengua de los indígenas Caracas, parientes de la gran familia Caribe, que se ha extendido por las costas de Venezuela. En un amplio territorio se compartía esta lengua llamada «caraca», que parece haber tenido similitudes con el guaiquerí de la isla de Margarita. En tercer lugar, vemos también que Fajardo comienza estableciendo un «hato», una casa de hacienda dedicada a la cría de animales, lo cual es una señal de que quiere establecerse, permanecer. Además, viene de fundar un pueblo en la costa y trazar una ruta. Así avanzó España en América: un pueblo era un punto, dos un camino y tres un territorio del imperio. Mientras en las colonias inglesas la ciudad profana estaba en función del campo virtuoso, en nuestras tierras el campo era el espacio de lo profano y se concebía en función de la ciudad, un ente sagrado. La ciudad era la religión y la cultura, la ciudad lo sería todo.
El segundo conquistador que se adentra en nuestro valle es Juan Rodríguez Suárez, quien venía del Nuevo Reino de Granada, donde recorrió la altiplanicie andina a la búsqueda de un insaciable mito: El Dorado. Rodríguez entra a lo que sería Venezuela por los Andes y funda una ciudad que bautiza con el mismo nombre del lugar donde nació. Esta fundación de Mérida la realiza sin los permisos que exige la Corona, un delito grave que lo coloca al borde de la horca, pero logra escapar y continúa hacia los territorios de los indios Caracas. Cuando Rodríguez Suárez llega al hato de San Francisco, la comarca está en guerra contra los invasores españoles obsesionados con la búsqueda de oro. Rodríguez Suárez utiliza el hato de base estratégica para la conquista del territorio y lo convierte en la Villa de San Francisco, luego nombra alcalde, regidores y reparte tierras entre los soldados. La villa, que pretendía ser ciudad, no va a sobrevivir el ataque de los indígenas organizados por Guaicaipuro.
Quizás el primer sistema espacial que impuso el conquistador sobre los valles y montañas de Caracas fue esta red voraz y obsesiva generada por la búsqueda del oro, y decimos red porque se dedicaba a una sola función y consistía en una implantación nada permanente, pues tenía un solo propósito: explotar al indígena y sus tierras mientras las minas tuvieran algo que dar. Rodríguez Suárez representa a los encargados de enfrentar ese mundo de Calibanes donde Ariel ha dejado de existir. Rodríguez Suárez morirá flechado en una emboscada mientras se preparaba para atrapar al Tirano Aguirre.
En 1567, Diego de Losada, a raíz del despoblamiento de San Francisco, refunda formalmente la villa con el nombre de Santiago de León de Caracas. Diego de Lozada representa un complejo próspero que une al guerrero implacable, al explotador de riquezas y al fundador de pueblos. Cuando llega al valle de Caracas al mando de 36 españoles ya ha sido militar, explorador, alcalde, encomendero, y había participado en la fundación de Barquisimeto y servido como regidor en El Tocuyo.
Se discute si Lozada fue el verdadero fundador de Caracas. Podemos repetir lo que James Joyce dijo de Cristóbal Colón: «Colón fue el último descubridor de América». Después de Diego de Lozada ya no hubo lugar para otro fundador.
Paisaje del Ávila, pintura Pedro Ángel González. HC-01
La Silla del Ávila, 1961, pintura de Manuel Cabré. HC-02
Tabla de alturas sobre el nivel del mar de los principales cerros del cantón de la provincia de Caracas. Tomado del Plano de estadística general de la provincia de Caracas en 1855, de Juan Larrazábal. HC-03
Mapa de Venezuela por Hondius Hendrik,1631. HC-04
Diego de Losada por Francisco Herrera, Concejo Municipal de Caracas. HC-06